De sidosos y culicagás
No era la primera vez que lo hacía. Ya lo había hecho con un amigo. Ir allí, el Centro de Jóvenes el Nuevo Puerto Rico, alias “la CONCRA”, la casa azul y amarillo de Río Piedras donde dan servicios para pacientes de VIH y de paso, también te hacen la ‘pruebita’ de gratis.
Tuve que pasar por al lado del cuartel para llegar y admito me sentí medio criminal. Al acercarme a la casa sólo se oía el pasar de los carros y unas cacatúas que, irreverentes, pretendían la belleza sonora de un ruiseñor; mas estamos en el casco de una urbe en bancarrota y no hay tal cosa como ruiseñores cantarines. Pero sí había un motor abandonado corrompido por el moho, y ya, dentro del parking, un canasto; cómo jugarían con él cuando todo el espacio estaba lleno de carros es algo que todavía no he logrado resolver.
Un hombre trentón platicaba con una mujer que parecía rondar los cincuenta años y pensé acercármeles para corroborar que estaba en el lugar correcto, puesto que no alcanzaba a identificar ningún letrero, pero cómo preguntarle así a cualquiera y sin más ni más: “¿aquí es donde hacen las pruebas de VIH?” ¿Y si lo que hacían era dar terapia a niños con déficit de atención? ¿y si en verdad era una organización comunitaria cualquiera? y… cómo iba a andar por ahí insinuando, que quizás, tal vez, había una probabilidad, era posible que yo tuviera SIDA, perdón VIH, que no es lo mismo y si relacionados, el último no necesariamente acarrea el primero.
Pues sí, la misión era observar un centro de cuidados a pacientes de VIH, pero eso me sonaba a explorador europeo creyéndose que hace el gran descubrimiento entre indios: aparecerse en un sitio de la nada a observar gente, así porque sí, porque son diferentes a uno. Y digámoslo (¿porqué seguir siendo diplomáticos?), porque son ‘enfermos’, y no de cualquier cosa, que nos haremos los santos, pero aquí todos sabemos lo que es un ‘sidoso’ y la palabra no se la inventó la nada. En fin, que todo esto de los ‘centros de cuidado’ y las ‘casa de protección’ hace pensar realmente a dónde vamos: ¿queremos protegerlos, o más bien, protegernos? Dejémonos de posesivos y luego hablemos. Así que decidí, dentro de la medida de lo posible, meterme en ese otro sufijo y entré por la puerta donde me esperaba nadie, y me sorprendió la explosión de tonalidades, vestida en forma de banderas multicolores que predicaban la tolerancia.
Justo entonces entró el hombre que había afuera y me preguntó con una sonrisa el clásico estribillo del servicio público: “¿en qué le puedo ayudar?”. Me hice la más madura y le dije que pues, que quería hacerme una prueba de VIH, después de todo un ciudadano responsable se la haría rutinariamente, y todo transcurre según esperado. Datos, cláusulas de confidencialidad, explicaciones, para terminar en una oficina cerrada y mal iluminada donde el hombre, a quien, según nos informa, podemos llamar Luis, me empieza a hacer toda serie de preguntas -- y yo que pensaba que era cuestión de sacarse la sangre y mirar para los lados en busca de cosas observables. Edad, nacionalidad, raza: las preguntas empezaron muy inocentemente, mera recopilación demográfica rutinaria de las instituciones obsesionadas con las cifras y estadísticas.
Sin embargo, poco a poco la cosa se fue poniendo personal, con ojitos de cachorro abandonado que permanecerá junto a ti no importa que (entiéndase, no importa cuanto la lipoatrofia te robe de la grasa y te haga ver como esqueleto en vida), Luis me preguntaba sobre mis actividades de riesgo. Traduzco, mi vida sexual desfilando tímida y precoz frente a este desconocido que me exige revelar mi no tan exquisito pedigrí de veinteañera consentida de urbanización cerrada. ¿Has tenido sexo anal? ¿has sostenido relaciones sexuales casuales o “one night stands”? ¿usas drogas? ¿has tenido sexo bajo los efectos de drogas? y yo que no sabía dónde diablos poner la cabeza… por más largo que tengo el pelo, ya no me daba para esconderme detrás de él con ese gesto clásico de niña ñoña que se lo enreda nerviosamente en el dedo índice. Mientras inhalo y exhalo implorando que de una vez se acabe y me saquen la codiciada sangre me interrumpe Luis con un “tienes VIH, ¿con quién compartirías ese conocimiento?”, “imagínate que”, había dicho antes, pero en mi mantra de respiración no lo había oído y me repite la pregunta a lo que contesto con un no muy inteligente: “Pues viste, no sé… a mi madre… supongo”- “¿Y que harías?” Pues llorar seguramente, y eso fue lo que hice, o como dicen los cursis: “mis ojos se volvieron un mar de lágrimas”.
No estaba completamente segura de porqué una reacción tan visceral para algo que estaba en el plano de lo imaginario, pero sus ojos inquisidores disfrazados de ternura me presionaban: ¿qué harías si tienes VIH? ¿qué harías tú? Imagínate, aquí y ahora, tienes VIH: ¡brega! Con cada momento la cosa se hacía más intensa; y yo, que todavía no alcanzaba a imaginar qué haría si tuviera VIH. Me dijo que era para ellos saber si estaba capacitada para recibir tal noticia, no me fuera a suicidar o algo. Pero ¿capacitada? ¿Quién está capacitado para eso? En un intento por consolarme, Luis me dijo que él entendía que era fuerte, él no había redactado esas preguntas, aun así las tenía que hacer y él también se cansaba: por eso no hacía más de 5 de estas ‘entrevistas’ en un mismo día. Y justo cuando consideré compadecernos mutuamente me suelta un: ¿te consideras una trabajadora sexual? ¡que Qué! Mi madre se moriría con sólo escuchar la pregunta: encima de sidosa ahora también soy puta. Al menos eso me une en solidaridad a millones de mujeres con VIH/SIDA, porque ese es el estereotipo que siempre las marcas, tal cual letra escarlata en la América de Hawthorne.
Respondí con un tosco no y me recordó por vez mil que eran cuestiones de estadística, “no estoy aquí para juzgarte” (como si mi yo no me bastara para eso), y procedió a enumerarme todos los servicios que tendría allí disponibles gratuitamente “en cualquier caso”, y mientras más psicólogo y antiretrovirales me ofrecía más sola y desamparada me sentía: sólo los locos necesitan psicólogos, sólo los enfermos necesitan antiretrovirales, y ninguno de los dos son exactamente considerados ‘buenos’ en la sociedad de nuestros sueños. Lo admito, soy una cobarde: me aterra, me espanta a madres que nadie me abrace. Y entonces, se me subía la histeria por la boca hasta emboscarme la traquea; seguramente, no me estaba ayudando mucho a mi misma en eso de parecer capacitada para saber los resultados. Temí por mi historia. ¿y si después de todo me da VIH psicológico: inmunodeficiencia humana al estrés de una enfermedad con el estigma social que tal conlleva? Finalmente, acabamos la inquisición Río Piedrense y procedimos a la clínica donde me harían la prueba; sólo me tendrían que pinchar un dedo y en veinte minutos se determinaría mi porvenir.
Agradecí el cambio de espacio. La sala era mínima, con no más de siete sillas en su totalidad todas apiñadas unas contra las otras, como si quisieran mostrarse solidaridad y apoyo en su cercanía. Nunca he sido muy amante del contacto físico con extraños y admito sufrir de antroclaustrofobia: me aterran los espacios cerrados llenos de gente, pero al menos aquí no había nadie que me exigiera el reto de imaginarme cómo sería la vida con VIH. Mucho menos alguien que me preguntara con toda calma si era algo menos que una señorita decente y buena, sí con salidas a El Boricua y otros bares de vez en cuando; pero vea usted, nada menos que el epítome de la juventud que florece y se educa como dicta el romanticismo de una sociedad que pretende llegar al futuro sin tener necesariamente idea de lo que esta pasando en su presente.
Y entonces se me sentó al lado Luis. Al parecer, lo había dejado preocupado con mi estado de ánimo de mujer Almodóvar a punto de un ataque de nervios. Luis, el hombre de mis pesadillas: la cara que no me juzga, la mano que en cualquier cosa me ayudaría, las preguntas que me persiguen, las sonrisas reconfortantes que sólo me hastían. La verdad que su trabajo debe ser una mierda, ver tanta gente enferma, tanto sicótico, tanta muchachita culicagá perdía en el espacio sideral de sus emociones… pero por más que trataba de empatizar con él, lo odié de todas maneras, por ponerme en una situación tan… incómoda no es la palabra, pero es lo que viene a la mente. ¿Por qué no se va? ¿por qué no me puede dejar en el abandono so pretexto de la individualidad como haría cualquier persona normal?. Cerré mi libreta donde me esforzaba por copiar los sentimientos que nunca más quiero revivir y agradecí que tengo una de las letras más feas e incomprensibles del mundo que jamás y nunca Luis pudo haber leído cuando trató de mirar mi cuaderno… no por nada soy hija de un médico.
Decidí escapar la mirada de Luis mirando a mi izquierda y tropecé con una pared tapizada de pequeños papeles marchitos con mensajes tales como “esperamos: muchos años de vida, hasta que Dios quiera. Amén.”
Que consuelo.
Y yo que soy agnóstica, ¿a quién vuelo, a quién huyo, en dónde están mis años de vida? ¿en la ciencia que se entretiene con sus Nóbeles? ¿en las farmacéuticas que todo lo cobran? ¿en los programas del Estado que en crisis todo lo cierra?... no, en definitiva esto es agónico y consideré seriamente darme a la fuga, al diablo con la prueba, si el punto de la tarea era sacar emociones pues ya esta más que hecha. Fue entonces que caí en cuenta de la mujer joven que tenía a mi lado, más abajo de los papeles ‘esperanzadores’. Estaba muy bien arreglada, mucho más que yo que no nací con el gen para darse “blowers”, mucho menos para depilarme las cejas adecuadamente. Sus ojos estaban aun más rojos que los míos y sentí encontrar a alguien que al fin me comprendió y me permitía el silencio. Justo en ese momento una llamada de celular desprendió a Luis de mi lado y fue entonces cuando mi vecina de ojos llorosos me ofreció una galleta de mantequilla; fue lo único que me ofreció salvación, tal cual ostia en eucaristía, en aquella compacta habitación donde no nos quedaba más remedio que mirarnos las caras, porque ni revistas habían. ¿Estaremos aquí por un catarrito cualquiera o de aquí a diez años estaremos diciendo “soy positivo”?… y no será como parte de un discurso de Silverio y su autoayuda.
“¿Por qué estás aquí?” – mi vecina me traicionó preguntándome tal cosa y yo sabía que no era cuestión de indagaciones metafísicas. “Para hacerme una prueba”, respondí tímida, rezando hubieran al menos cincuenta mil pruebas que se pudieran hacer allí, después de todo era una clínica, en “la CONCRA”, pero una clínica al fin. Mas no fue mucho lo que duraría mi esperanza porque al momento declaró: “espero que salgas seronegativo, yo soy positivo desde hace diez años” y la última de sus galletitas de mantequilla (me las había regalado poco antes con un maternal “para que te calmes”) dio una triple pirueta en mi estómago. Resulta que la joven tenía VIH desde hace diez años. Además, tiene a una niña de ocho años con su segundo esposo. Ninguno de los dos tiene VIH. Fue su primer esposo quien le contagió el virus y me quedó la pregunta de si lo habría perdonado. Apuesto a que sí, me parecía de esas personas de almas generosas, y tengo la impresión de que al igual que se compadeció de mi hambre (física y emocional) al regalarme las galletas, vio cómo mis ojos se aguaban ante lo que para mi no podía dejar de ser un bochornoso “vengo por una prueba” y me ofreció una palabra de aliento: es posible casarse y tener hijos con VIH sin que ellos lo tengan, sin que te vuelvas un centro epidemiológico ambulante; es posible amar y ser amado.
Nada de esto era algo nuevo para mí. He leído multiplicidad de informaciones sobre tratamientos antiretrovirales y vidas plenas de gente que vive décadas y tienen mucho éxito en lo personal y profesional, aún con VIH, sobretodo porque en la actualidad y en nuestra sociedad, que no es lo mismo para países del tercer mundo, el VIH se ha vuelto una cosa casi como la diabetes, algo no mortal sino más bien crónico: difícil, cierto; pero cada vez son menos los que desarrollan SIDA, que es la fase donde la gente tiende a morir. Entonces ella, mi vecina de sala, ya era alguien a quien le podía creer, que si bien es mejor hacer todo lo posible por prevenir el contagio, primero, no siempre todo está en manos de uno, las cosas pasan y tampoco hay que cargar con el látigo de la culpa toda la vida, mucho menos, tolerarlo de otros; y segundo, independientemente de la imagen común que se tenga de la enfermedad, es perfectamente posible vivir, no sobrevivir. Después de todo resultó que ella estaba allí porque por primera vez en diez años se había enfermado: tenía conjuntivitis.
Tuve que pasar por al lado del cuartel para llegar y admito me sentí medio criminal. Al acercarme a la casa sólo se oía el pasar de los carros y unas cacatúas que, irreverentes, pretendían la belleza sonora de un ruiseñor; mas estamos en el casco de una urbe en bancarrota y no hay tal cosa como ruiseñores cantarines. Pero sí había un motor abandonado corrompido por el moho, y ya, dentro del parking, un canasto; cómo jugarían con él cuando todo el espacio estaba lleno de carros es algo que todavía no he logrado resolver.
Un hombre trentón platicaba con una mujer que parecía rondar los cincuenta años y pensé acercármeles para corroborar que estaba en el lugar correcto, puesto que no alcanzaba a identificar ningún letrero, pero cómo preguntarle así a cualquiera y sin más ni más: “¿aquí es donde hacen las pruebas de VIH?” ¿Y si lo que hacían era dar terapia a niños con déficit de atención? ¿y si en verdad era una organización comunitaria cualquiera? y… cómo iba a andar por ahí insinuando, que quizás, tal vez, había una probabilidad, era posible que yo tuviera SIDA, perdón VIH, que no es lo mismo y si relacionados, el último no necesariamente acarrea el primero.
Pues sí, la misión era observar un centro de cuidados a pacientes de VIH, pero eso me sonaba a explorador europeo creyéndose que hace el gran descubrimiento entre indios: aparecerse en un sitio de la nada a observar gente, así porque sí, porque son diferentes a uno. Y digámoslo (¿porqué seguir siendo diplomáticos?), porque son ‘enfermos’, y no de cualquier cosa, que nos haremos los santos, pero aquí todos sabemos lo que es un ‘sidoso’ y la palabra no se la inventó la nada. En fin, que todo esto de los ‘centros de cuidado’ y las ‘casa de protección’ hace pensar realmente a dónde vamos: ¿queremos protegerlos, o más bien, protegernos? Dejémonos de posesivos y luego hablemos. Así que decidí, dentro de la medida de lo posible, meterme en ese otro sufijo y entré por la puerta donde me esperaba nadie, y me sorprendió la explosión de tonalidades, vestida en forma de banderas multicolores que predicaban la tolerancia.
Justo entonces entró el hombre que había afuera y me preguntó con una sonrisa el clásico estribillo del servicio público: “¿en qué le puedo ayudar?”. Me hice la más madura y le dije que pues, que quería hacerme una prueba de VIH, después de todo un ciudadano responsable se la haría rutinariamente, y todo transcurre según esperado. Datos, cláusulas de confidencialidad, explicaciones, para terminar en una oficina cerrada y mal iluminada donde el hombre, a quien, según nos informa, podemos llamar Luis, me empieza a hacer toda serie de preguntas -- y yo que pensaba que era cuestión de sacarse la sangre y mirar para los lados en busca de cosas observables. Edad, nacionalidad, raza: las preguntas empezaron muy inocentemente, mera recopilación demográfica rutinaria de las instituciones obsesionadas con las cifras y estadísticas.
Sin embargo, poco a poco la cosa se fue poniendo personal, con ojitos de cachorro abandonado que permanecerá junto a ti no importa que (entiéndase, no importa cuanto la lipoatrofia te robe de la grasa y te haga ver como esqueleto en vida), Luis me preguntaba sobre mis actividades de riesgo. Traduzco, mi vida sexual desfilando tímida y precoz frente a este desconocido que me exige revelar mi no tan exquisito pedigrí de veinteañera consentida de urbanización cerrada. ¿Has tenido sexo anal? ¿has sostenido relaciones sexuales casuales o “one night stands”? ¿usas drogas? ¿has tenido sexo bajo los efectos de drogas? y yo que no sabía dónde diablos poner la cabeza… por más largo que tengo el pelo, ya no me daba para esconderme detrás de él con ese gesto clásico de niña ñoña que se lo enreda nerviosamente en el dedo índice. Mientras inhalo y exhalo implorando que de una vez se acabe y me saquen la codiciada sangre me interrumpe Luis con un “tienes VIH, ¿con quién compartirías ese conocimiento?”, “imagínate que”, había dicho antes, pero en mi mantra de respiración no lo había oído y me repite la pregunta a lo que contesto con un no muy inteligente: “Pues viste, no sé… a mi madre… supongo”- “¿Y que harías?” Pues llorar seguramente, y eso fue lo que hice, o como dicen los cursis: “mis ojos se volvieron un mar de lágrimas”.
No estaba completamente segura de porqué una reacción tan visceral para algo que estaba en el plano de lo imaginario, pero sus ojos inquisidores disfrazados de ternura me presionaban: ¿qué harías si tienes VIH? ¿qué harías tú? Imagínate, aquí y ahora, tienes VIH: ¡brega! Con cada momento la cosa se hacía más intensa; y yo, que todavía no alcanzaba a imaginar qué haría si tuviera VIH. Me dijo que era para ellos saber si estaba capacitada para recibir tal noticia, no me fuera a suicidar o algo. Pero ¿capacitada? ¿Quién está capacitado para eso? En un intento por consolarme, Luis me dijo que él entendía que era fuerte, él no había redactado esas preguntas, aun así las tenía que hacer y él también se cansaba: por eso no hacía más de 5 de estas ‘entrevistas’ en un mismo día. Y justo cuando consideré compadecernos mutuamente me suelta un: ¿te consideras una trabajadora sexual? ¡que Qué! Mi madre se moriría con sólo escuchar la pregunta: encima de sidosa ahora también soy puta. Al menos eso me une en solidaridad a millones de mujeres con VIH/SIDA, porque ese es el estereotipo que siempre las marcas, tal cual letra escarlata en la América de Hawthorne.
Respondí con un tosco no y me recordó por vez mil que eran cuestiones de estadística, “no estoy aquí para juzgarte” (como si mi yo no me bastara para eso), y procedió a enumerarme todos los servicios que tendría allí disponibles gratuitamente “en cualquier caso”, y mientras más psicólogo y antiretrovirales me ofrecía más sola y desamparada me sentía: sólo los locos necesitan psicólogos, sólo los enfermos necesitan antiretrovirales, y ninguno de los dos son exactamente considerados ‘buenos’ en la sociedad de nuestros sueños. Lo admito, soy una cobarde: me aterra, me espanta a madres que nadie me abrace. Y entonces, se me subía la histeria por la boca hasta emboscarme la traquea; seguramente, no me estaba ayudando mucho a mi misma en eso de parecer capacitada para saber los resultados. Temí por mi historia. ¿y si después de todo me da VIH psicológico: inmunodeficiencia humana al estrés de una enfermedad con el estigma social que tal conlleva? Finalmente, acabamos la inquisición Río Piedrense y procedimos a la clínica donde me harían la prueba; sólo me tendrían que pinchar un dedo y en veinte minutos se determinaría mi porvenir.
Agradecí el cambio de espacio. La sala era mínima, con no más de siete sillas en su totalidad todas apiñadas unas contra las otras, como si quisieran mostrarse solidaridad y apoyo en su cercanía. Nunca he sido muy amante del contacto físico con extraños y admito sufrir de antroclaustrofobia: me aterran los espacios cerrados llenos de gente, pero al menos aquí no había nadie que me exigiera el reto de imaginarme cómo sería la vida con VIH. Mucho menos alguien que me preguntara con toda calma si era algo menos que una señorita decente y buena, sí con salidas a El Boricua y otros bares de vez en cuando; pero vea usted, nada menos que el epítome de la juventud que florece y se educa como dicta el romanticismo de una sociedad que pretende llegar al futuro sin tener necesariamente idea de lo que esta pasando en su presente.
Y entonces se me sentó al lado Luis. Al parecer, lo había dejado preocupado con mi estado de ánimo de mujer Almodóvar a punto de un ataque de nervios. Luis, el hombre de mis pesadillas: la cara que no me juzga, la mano que en cualquier cosa me ayudaría, las preguntas que me persiguen, las sonrisas reconfortantes que sólo me hastían. La verdad que su trabajo debe ser una mierda, ver tanta gente enferma, tanto sicótico, tanta muchachita culicagá perdía en el espacio sideral de sus emociones… pero por más que trataba de empatizar con él, lo odié de todas maneras, por ponerme en una situación tan… incómoda no es la palabra, pero es lo que viene a la mente. ¿Por qué no se va? ¿por qué no me puede dejar en el abandono so pretexto de la individualidad como haría cualquier persona normal?. Cerré mi libreta donde me esforzaba por copiar los sentimientos que nunca más quiero revivir y agradecí que tengo una de las letras más feas e incomprensibles del mundo que jamás y nunca Luis pudo haber leído cuando trató de mirar mi cuaderno… no por nada soy hija de un médico.
Decidí escapar la mirada de Luis mirando a mi izquierda y tropecé con una pared tapizada de pequeños papeles marchitos con mensajes tales como “esperamos: muchos años de vida, hasta que Dios quiera. Amén.”
Que consuelo.
Y yo que soy agnóstica, ¿a quién vuelo, a quién huyo, en dónde están mis años de vida? ¿en la ciencia que se entretiene con sus Nóbeles? ¿en las farmacéuticas que todo lo cobran? ¿en los programas del Estado que en crisis todo lo cierra?... no, en definitiva esto es agónico y consideré seriamente darme a la fuga, al diablo con la prueba, si el punto de la tarea era sacar emociones pues ya esta más que hecha. Fue entonces que caí en cuenta de la mujer joven que tenía a mi lado, más abajo de los papeles ‘esperanzadores’. Estaba muy bien arreglada, mucho más que yo que no nací con el gen para darse “blowers”, mucho menos para depilarme las cejas adecuadamente. Sus ojos estaban aun más rojos que los míos y sentí encontrar a alguien que al fin me comprendió y me permitía el silencio. Justo en ese momento una llamada de celular desprendió a Luis de mi lado y fue entonces cuando mi vecina de ojos llorosos me ofreció una galleta de mantequilla; fue lo único que me ofreció salvación, tal cual ostia en eucaristía, en aquella compacta habitación donde no nos quedaba más remedio que mirarnos las caras, porque ni revistas habían. ¿Estaremos aquí por un catarrito cualquiera o de aquí a diez años estaremos diciendo “soy positivo”?… y no será como parte de un discurso de Silverio y su autoayuda.
“¿Por qué estás aquí?” – mi vecina me traicionó preguntándome tal cosa y yo sabía que no era cuestión de indagaciones metafísicas. “Para hacerme una prueba”, respondí tímida, rezando hubieran al menos cincuenta mil pruebas que se pudieran hacer allí, después de todo era una clínica, en “la CONCRA”, pero una clínica al fin. Mas no fue mucho lo que duraría mi esperanza porque al momento declaró: “espero que salgas seronegativo, yo soy positivo desde hace diez años” y la última de sus galletitas de mantequilla (me las había regalado poco antes con un maternal “para que te calmes”) dio una triple pirueta en mi estómago. Resulta que la joven tenía VIH desde hace diez años. Además, tiene a una niña de ocho años con su segundo esposo. Ninguno de los dos tiene VIH. Fue su primer esposo quien le contagió el virus y me quedó la pregunta de si lo habría perdonado. Apuesto a que sí, me parecía de esas personas de almas generosas, y tengo la impresión de que al igual que se compadeció de mi hambre (física y emocional) al regalarme las galletas, vio cómo mis ojos se aguaban ante lo que para mi no podía dejar de ser un bochornoso “vengo por una prueba” y me ofreció una palabra de aliento: es posible casarse y tener hijos con VIH sin que ellos lo tengan, sin que te vuelvas un centro epidemiológico ambulante; es posible amar y ser amado.
Nada de esto era algo nuevo para mí. He leído multiplicidad de informaciones sobre tratamientos antiretrovirales y vidas plenas de gente que vive décadas y tienen mucho éxito en lo personal y profesional, aún con VIH, sobretodo porque en la actualidad y en nuestra sociedad, que no es lo mismo para países del tercer mundo, el VIH se ha vuelto una cosa casi como la diabetes, algo no mortal sino más bien crónico: difícil, cierto; pero cada vez son menos los que desarrollan SIDA, que es la fase donde la gente tiende a morir. Entonces ella, mi vecina de sala, ya era alguien a quien le podía creer, que si bien es mejor hacer todo lo posible por prevenir el contagio, primero, no siempre todo está en manos de uno, las cosas pasan y tampoco hay que cargar con el látigo de la culpa toda la vida, mucho menos, tolerarlo de otros; y segundo, independientemente de la imagen común que se tenga de la enfermedad, es perfectamente posible vivir, no sobrevivir. Después de todo resultó que ella estaba allí porque por primera vez en diez años se había enfermado: tenía conjuntivitis.